jueves, 25 de noviembre de 2021

'La última rosa', por Lola Gil

'Era la última rosa del verano, o quizás era una nueva rosa nacida en invierno... Cualquiera de las dos opciones le pareció acertada. 


Ese día se levantó mucho antes, había dormido regular, y estaba bastante nerviosa. Hacía mucho tiempo que lo tenía en mente, pero nunca se había decidido, quizás porque a él nunca le gustó que trabajara fuera de casa, ni que quedara demasiado con sus amigas. 


Pero por fin había dado el paso. Necesitaba sentirse útil, sentir que su vida tenía un sentido,  haciendo algo por los demás. Gracias a una conversación casual en el súper, se enteró de que se necesitaban voluntarias para acompañar y cuidar de personas mayores en sus domicilios. 


Así que, sin pensarlo dos veces, al día siguiente se presentó en los servicios sociales municipales para apuntarse como voluntaria. Siempre quiso ser enfermera, pero en casa las cosas no estaban como para dedicar mucho tiempo a los estudios. En una familia de 5 hermanos y una madre deshauciada, muy pronto se tuvo que poner a trabajar para ayudar a su padre a sacar a sus hermanos adelante. Trabajó como camarera, cuidando niños, dependienta… en fin, en lo que le iba saliendo. 


La mañana era muy fría. Se abrigó bien y se dirigió a la dirección que le había indicado Javier, el trabajador social que coordinaba el voluntariado. Solo sabía que iba a casa de una pareja de ancianos. Él llevaba varios años aquejado de una enfermedad neurodegenerativa, y su mujer necesitaba ayuda para levantarlo, lavarlo, y… bueno, cuando llegara, vería…


Cerró la puerta tras de sí, inspiró profundamente el aroma de la última rosa del verano, o quizás la primera del invierno, que permanecía insultantemente bella ante el frío y las primeras nevadas de aquel extraño mes de diciembre.

Llegó un poco antes de la hora prevista y tocó al timbre. 


Era una casa de dos plantas, que parecía haber sido una fábrica o algo así. La pátina del tiempo decoraba sus muros gruesos y grises, entre cuyas rendijas asomaba  algún que otro brote de musgo verde esmeralda. 


Desde una de las ventanas del piso superior sonó una voz preguntando quién era. Al poco, una mujer de aspecto afable se asomó al alféizar. Y sin más indagaciones, con una gran sonrisa, le lanzó la llave de la puerta envuelta en un pañuelo, para que la abriera ella misma y entrara.

Una vez dentro, la misma voz le dijo que cerrara de portazo y subiera al piso de arriba. 


Al llegar a la segunda planta, Victoria se encontró frente a una mujer que le resultó extrañamente familiar. Quizás fuera su sonrisa, o el brillo de sus ojos, o la energía que la envolvía al mover sus pequeñas pero fuertes manos invitándola a pasar. 

Emilia, que así se llamaba la anciana, la condujo por un largo pasillo hasta la habitación donde estaba su marido. 


Pero antes, la invitó a tomar una taza de chocolate caliente en lo que se suponía que era el salón, un gran espacio sin apenas mobiliario, en cuyo centro había una solitaria mesa redonda y dos sillas de madera oscura. Así aprovecharían, y durante unos minutos conversarían para conocerse mejor, y ponerse al día.


A Emilia enseguida le cayó bien Victoria. Y es que le recordaba tanto a ella… Con solo una mirada descubrió la tristeza en sus ojos, y la inseguridad que delataban sus manos temblorosas. 


El pelo tapando parte de su bello rostro, intentaba disimular un mal maquillado moratón en una de sus mejillas. Y por más que intentaba ocultarlas, bajándose las mangas de un jersey demasiado grande, de vez en cuando se podían apreciar la cicatrices de sus muñecas.


Por unos instantes no pudo evitar retroceder en el tiempo. Hacía tanto… o quizás no tanto. Una lágrima esquiva surcó las arrugas de su cara, mientras intentaba no recordar las noches tirada en el suelo tras haber sido forzada a amar sin amar, sin tregua, sin respiro, humillada, golpeada, sin derecho a gritar, ni a llorar, ni a respirar. 


Con una mano tapándole la boca y con la otra arrancándole la ropa, mientras los niños dormían, o quizás no… Envuelta en abrazos no deseados, en dolor en el cuerpo y en el alma, en lágrimas de rabia y de impotencia, en alcohol, en sangre, en miedo… 


Y cómo tenía que recomponerse ante un espejo hecho añicos, ante un cuerpo tratado como un juguete roto, ante un espíritu abatido, ante los horrorizados ojos de sus hijos, ante su alma envejecida antes de tiempo, ante una vida despreciada y sin valor.


Porque así es como Emilia se sentía la mayor parte del tiempo, cuando a pesar de la vida, tenía que seguir cuidando de sus hijos, cocinando para él, comiendo deprisa tras la puerta de la cocina los restos de una existencia invisible.


Victoria siguió a Emilia, por el largo pasillo hasta la habitación del fondo. Las paredes oscuras, conservaban las marcas de cuadros desaparecidos u olvidados voluntariamente.


En su interior había dos camas, una cama plegable en la que supuso que dormía Emilia, y otra más grande en la que entre sábanas de franela descubrió el cuerpecillo retorcido de Francisco, un hombre de unos ojos tan azules que parecían traslúcidos, al igual que su piel, tan blanca y fina que no podía ocultar el mapa de sus finas venas. 


Emilia le indicó dónde estaba cada cosa en el cuarto, las gasas, las toallas, las sábanas, la crema para el cuerpo, la loción de afeitar, las almohadas, las mantas por si refrescaba, las medicinas, la insulina, los parches para proteger las zonas de apoyo, las vendas para acolchar los talones… Aunque Emilia lo trataba con sumo cuidado y delicadeza, había algo… 


Victoria observaba el rostro de Emilia mientras realizaban los cambios posturales de Francisco, intentando averiguar… 


Fue entonces, cuando Emilia se agachó a recoger el pijama del suelo, que Victoria descubrió una cicatriz que nacía en la base de la nuca de Emilia y se perdía entre los blancos mechones de su pelo. 

Al cabo de unas semanas ya controlaba la situación y Emilia hasta salía a comprar más a menudo, pues confiaba plenamente en Victoria. 


Mientras cambiaba y daba de comer a Francisco, se preguntaba qué tipo de vida habrían tenido, si habrían sido felices, cuántos hijos habrían compartido, cuántos viajes habrían hecho juntos… 


Solo podía imaginarlo, ya que Francisco hacía mucho tiempo que había perdido la capacidad de comunicarse, y en ocasiones, únicamente emitía algún quejido de disconfort, sobre todo cuando tenían que moverlo mucho para cambiarle la ropa de cama.


Una tarde en la que Francisco se había quedado dormido antes que de costumbre, se volvieron a sentar en la pequeña mesa de camilla decorada con unas faldas de terciopelo verde, para tomar una taza de chocolate caliente. Las dos sentían algo que no podían explicar, era como si se conocieran, sin conocerse. 


El silencio entre ambas contaba mas cosas de ellas que las propias palabras. Victoria no pudo resistirse a preguntarle a Emilia por sus hijos, su marido… Emilia le contó que sus hijos hacía muchos años que se marcharon para no volver. 


Que no fueron felices en aquella casa, que para ellos fue una prisión mas que un hogar, pero que ella… ella no pudo, no quiso… por sus hijos, por el vínculo que los unía… Que era su obligación permanecer a su lado hasta el final, que no tenía dónde ir, que esa era su vida, y que ahora en el ocaso de su existencia tenía que cuidar lo que quedaba de él. 


Victoria no pudo reprimir las lágrimas y se derrumbó entre sollozos como una niña pequeña. Ella nunca tendría hijos, pues desde aquella primera paliza en la que cayó por las escaleras estando embarazada, su vientre se negó a albergar ninguna otra vida, ni siquiera la de ella. 


Emilia la abrazó como su madre nunca pudo hacerlo, y acariciándole la cabeza le dio un tierno beso en la frente, mientras le susurraba, “sé más valiente que yo”.


Ese fin de semana lo tenía libre y no pudo pensar en otra cosa. Emilia, sus hijos,  sus ojos, su dolor. 


Estaba muy nerviosa, pero tenía que disimularlo para que él no se diera cuenta. Lo poco que pudo dormir, fue entre pesadillas y extraños sueños que la estuvieron atormentando toda la noche. 


Estaba deseando que llegara el lunes para volver a casa de Emilia. Se levantó tan pronto, que todavía no había amanecido. La última rosa del verano comenzaba a perder sus pétalos. 


Dio un par de vueltas a la manzana antes de tocar el timbre de Emilia, porque le pareció que todavía era demasiado temprano. Temblando de frío llegó hasta la puerta y llamó. 


Esperó como siempre  a que Emilia se asomara a la ventana y le lanzara la llave, pero no fue así. Volvió a insistir, pero nada… 


Cuando ya estaba decidida a marcharse, descubrió un sobre color sepia semioculto en el portal, con su nombre caligrafiado en letras doradas. Dentro había una nota para ella: 


“Querida Victoria, solo quería darte las gracias porque me has ayudado tanto… Creo que aún nos es tarde para ninguna de las dos.  


Eres una mujer maravillosa con toda una vida por delante, por eso, no la desperdicies. Tu eres mas fuerte de lo que crees, y eres merecedora de todas las cosas buenas que el mundo pueda ofrecerte. Por eso, vuela, vuela tan alto que nadie pueda hacerte daño. Te pareces tanto a mi… Sin embargo querida niña, hazme caso, antes de que sea demasiado tarde, antes de que tu pelo se vuelva cano y tus heridas oculten tus sueños. Sé más valiente que yo,  ahora que aún tienes tiempo. Crea tu propia vida y sé la dueña de tu destino”. 


Francisco había sufrido un infarto la noche del sábado al domingo, murió en silencio mientras dormía. Emilia lo encontró acurrucado sobre su lado izquierdo con la mano alargada hacia su cama, como si quisiera tocarla una última vez. 


Se despidió de él con un tierno beso de perdón, y haciendo las maletas, se marchó ese mismo día tras llamar a los servicios funerarios, sin derramar ni una lágrima, sin ni siquiera mirar atrás...

Cuando Victoria volvió a casa apresuradamente, él se acababa de marchar a trabajar. 


Cogió su maleta, esa que no pudo utilizar nunca, y  metió en ella alguna de sus cosas, pocas, porque no tenía muchas. Se quitó la alianza del dedo, la dejó encima de la mesa de la cocina, y con una triste pero luminosa sonrisa, cerró para siempre la puerta de una casa que nunca había sido su casa y a la que nunca volvería. 


Ese frío y extraño día de diciembre había nevado, y Emilia y Victoria se liberaron de todos sus miedos, dispuestas a tomar por fin las riendas de sus vidas para siempre, a pesar del frío, a pesar de la nieve. Y se marcharon con la cabeza alta y la mirada al frente, mientras la primera rosa del invierno perdía el último de sus pétalos.'

No hay comentarios:

Publicar un comentario